jueves, 27 de noviembre de 2014

Filosofía de "El Nombre de la Rosa"

La película proviene de un grandísimo libro (en los dos sentidos: literario y voluminoso), cuyo autor es un catedrático de semiótica, rara especialidad a medio camino entre la filosofía y la lingüística, italiano para abundar más en la rareza, y especializado en la estética de Santo Tomás. Para mayor escarnio, no son pocos los fragmentos en latín, y sus protagonistas suelen hablar de teología, de filosofía, etc. Es decir, lo tiene todo para ser un minoritario y hostil libro de culto.

Una de las claves de su éxito es que no tiene un lector-tipo: Eco es avaricioso en esto, quiere abarcar un amplio espectro. En primer lugar, el lector es, por definición, alguien que desea saber, un curioso. Por ello, la estructura aparente de la novela es policíaca: un problema, una investigación, un resultado. Pero el lector todavía más curioso tampoco queda defraudado: el problema no es uno sino muchos: cadáveres, claves religiosas que ocultan causas materiales, profecías que parecen cumplirse, referentes filosóficos, un enigma en griego, evocaciones a antiguos misterios, etc. Dicho de otro modo, esta novela contenta a los lectores del género detectivesco, pero también a muchos otros que quieren algo más. La obra está concebida para más de un lector (no es tan cierto que tenga “varias lecturas”). Lo maravilloso del libro, la clave de su éxito es probablemente esta posibilidad de que casi cualquier lector pueda disfrutar con él: desde el que sólo busca entretenimiento hasta el paladar más sutil.

Jean-Jacques Annaud, el director de la película, obsequió a los amantes del texto de Eco con una versión muy fiel al espíritu del libro. Desde luego, quienes esperasen una traslación literal de la novela quedaron decepcionados, pero tal cosa no es posible por la extensión de la obra escrita, como tampoco lo es todo el conjunto de latinismos, ni las pormenorizadas discusiones que mantienen los frailes sobre cuestiones filosófico-teológicas.

Es cierto que hay algunas diferencias entre el libro y la película. Empiezan en las primeras páginas/minutos con el epatante episodio del caballo, sustituido en la película por una indagación sobre el lugar donde están las letrinas. Algo mayor es la diferencia respecto al protagonismo de la campesina, que apenas interviene en la novela (salvo para la escena de iniciación sexual de Adso), y que en la película es recurrente. Annaud, además, incide mucho más que Eco en el asunto de la ejecución de los herejes, entre los cuales incluye a la muchacha (hay aquí mayor maniqueísmo que en el texto). Igualmente, y tal vez sea éste el punto más discutible de la adaptación, reaparece al final, cuando Adso y Guillermo parten tras el incendio y ella los espera en un recodo del camino. Se trata de un recurso que parece demasiado fácil, una concesión excesivamente comercial, y por un momento creemos que vamos a asistir a un happy end. Sin embargo, creo que hay aquí una lección de cine porque la cámara lo dice todo, no es necesario el diálogo con palabras (el cine no es literatura, su lenguaje es otro); la escena se desarrolla en un magistral juego de miradas apenas subrayado por la susurrante voz en off de Adso. La campesina le mira pidiendo angustiosamente que la lleve con él, que la saque de la pobreza y del hambre, incluso que la convierta en su concubina, pues todo ello es preferible a tener que ceder su cuerpo a malolientes frailes a cambio de despojos. 

Adso se detiene, la mira a su vez, duda. Guillermo también se detiene, sus ojos le recuerdan la obligación del monje que aún ha de aprenderlo todo, pero también hay en esa mirada la comprensión del franciscano que hubiera entendido, casi que hubiera envidiado. Y Adso mira a uno y a otra, duda radicalmente, de un modo casi existencial… y parte tras su maestro que va desapareciendo entre la bruma, tomando su camino sin exigir, invitando. Concluye el Adso anciano que narra la historia que nunca se arrepintió de su decisión, excepto, tal vez, de no haber sabido nunca su nombre.


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